jueves, 17 de septiembre de 2009

Juana Azurduy y la revolución continental

Una historia silenciada

por Alberto J. Lapolla

JUANA DE AMÉRICA. LA GUERRILLERA DE LA LIBERTAD

Francisco de Miranda murió en las mazmorras de Fernando VII en Cádiz. Mariano Moreno fue envenenado por el capitán de un barco británico y su cadáver arrojado al mar, anticipando un destino recurrente para los revolucionarios argentinos. Manuel Belgrano murió en la pobreza en 1820, cuando aún la América necesitaba de sus inigualables servicios. Todavía no se habían cumplido ocho años de que hubiera salvado a la revolución continental en Tucumán. Bolívar murió solo perseguido por facciones oligárquicas que combatían su proyecto de unidad americana, expresando con amargura “he sembrado en el viento y arado en el mar”. Bernardo O'Higginns fue ­desterrado y perseguido luego de luchar toda su vida por la libertad americana. Monteagudo fue apuñalado en una oscura calle de Lima. Dorrego fue fusilado sin juicio alguno -por ­instigación de Rivadavia- por su antiguo compañero de mil batallas, el sable sin cabeza, el genocida Juan Galo de Lavalle. Juan J. Castelli, el orador supremo de la Revolución, quien destruyera los argumentos realistas en mayo de 1810, el jefe del ­ejército libertador americano que más cerca estuvo de llegar a Lima y destruir de un golpe el poder imperial español antes de la llegada de San Martín, murió con su lengua cortada, preso y perseguido. Apenas dos días antes San Martín, Alvear y su discípulo Monteagudo acababan de desalojar al gobierno contrarrevolucionario de Rivadavia y el Primer Triunvirato, retomando la senda de Moreno y la Revolución. En este marco de ingratitud caída sobre nuestros revolucionarios, aquellos que nos dieron la libertad y ­produjeron la más grande de las revoluciones del mundo occidental del siglo XIX, no es de extrañar que Juana Azurduy, la mayor guerrera de América, Juana de América -en un continente que hizo de la resistencia su identidad- terminara sus días como una ­mendiga miserable en la calles de Chuquisaca, habitando un rancho de paja.
Juana Azurduy y su esposo, el prócer americano Manuel Ascencio Padilla, son los máximos héroes de la libertad del Alto Perú y por ende de nuestra libertad como americanos y como provincia argentina de la gran nación americana. Sólo la ignominia que aún campea sobre nuestra historia y sobre sus mejores hijos, hace que la República de Bolivia -escindida de la gran nación rioplatense por el elitismo sin par de los ejércitos porteños que desfilaron, saquearon, defeccionaron y abandonaron el Alto Perú, a excepción del General Belgrano, y por las apetencias oligárquicas- no considere a Juana y a su esposo el Coronel Padilla, como sus máximos ­héroes, y sí rinda honores al mariscal Santa Cruz, uno de los generales realistas que reprimió la Revolución de La Paz de 1809 y que se pasó a las filas patriotas al final de la guerra de la Independencia. Fue el propio Bolívar quien al visitar a Doña Juana -ya destruida por las muertes de los suyos, el olvido de sus conciudadanos y el saqueo de sus bienes- le expresara ante la sorpresa de sus compatriotas, que Bolivia no debía llevar su nombre sino el de Padilla, su mayor jefe revolucionario. Pero los adulones destruyen las revoluciones.

Nota completa en la edición impresa de Lilith Nº 2. Sólo en librerías.

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